“Preciosaurio”
(fragmento)
"Gracias
por cuidarlo", decía la carta colgada de la canasta. Porque lo que dejaron
en la puerta de mi casa—alguien que quizás tocó el timbre y salió corriendo—
fue una canasta con un huevo rojo del tamaño de una sandía.
Creí
que era una broma. Pero al escuchar que el cascarón empezaba a quebrarse como
cuando va a nacer un pollito, cargué el bulto hasta mi pieza.
Y
bien. "Gracias por cuidarlo", decía la nota.
De
nada, pensé.
Pero...
¿Cuidar qué?
De
pronto, entre craques y cracs por todos los costados, el huevo se abrió. Sin
darme tiempo a respirar. O pestañear, o toser, o salir corriendo.
Asomó
una cabeza verde con nariz de chanchito y me miró. Sus ojos brillaban como dos
estrellas transparentes.
—Soy
Silvia— me presenté, con la voz entrecortada.
Y
el ser asomado del huevo, abriendo la bocota grande como todo el ancho de su
cara, me sonrió.
Cuando
vi que hacía fuerza para salir, me acerqué y lo ayudé a romper el cascarón.
Su
cuerpo era verde. Ni claro ni oscuro. Y tenía escamas del mismo color.
El
cuello, largo como la cola, lucía un collar de pelusa amarilla.
Y
aunque no me animaba a tocarlo, debo confesar que me resultó simpático desde el
principio.
Era
una mezcla de dinosaurio, perro salchicha y elefante. Cosa extraña, era
precioso.
Lo
miré un rato y fui a consultar la enciclopedia: no era un hipopótamo ni un
lagarto. No era un elefante marino, ni un yacaré, ni un dragón. No encontré su
nombre por ninguna parte.
Así
es que como era precioso y se parecía un poco a los animales prehistóricos, lo
llamé Preciosaurio.
Claro
que haberle puesto nombre no alcanzaba para conocer sus costumbres.
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