“El narrador oral había sido
condenado a muerte, la ejecución lo aguardaba.
Faltaban veinticuatro horas
cuando los jueces y asesores entraron a su celda.
El narrador era un hombre
venerado por el pueblo, así que resultaba imposible no concederle una última voluntad.
La condena obedecía a que sus
cuentos sobre la justicia, en un territorio de injusticias, propiciaron una
rebelión cada vez más inacallable.
Habiendo sido capturado,
cárcel, juicio y condena resultaron cuestión de horas. La rebelión debía ser ahorcada,
quemada, electrocutada, empalada, decapitada, borrada.
El narrador dijo “una única
voluntad. Antes de morir, deseo ver el cielo abierto, la noche. Y en la noche
narrar un cuento.”
Los jueces y asesores se
miraron entre sí estupefactos. Pensaron que el narrador hubiera podido pedir
hacer el amor una vez más, o que su cadáver no fuera enterrado en una fosa
común.
Pero esa era su última
voluntad.
Podía ser respetada.
Llegó la noche y los soldados,
en presencia de los jueces y asesores, condujeron al condenado a muerte al
patio de la prisión.
El narrador contempló
intensamente el cielo, alzó un brazo y con voz potente habló:
“Había una vez un
narrador condenado a muerte, dijo, a petición suya y para cumplir con la
costumbre de la última voluntad, lo condujeron hasta el patio de la prisión. Y
cuando alzó su brazo y su voz y pronunció las palabras que únicamente son
mágicas en los labios de los narradores, una estrella fugaz cayó, cayó y cayó,
pero a punto de tocar el suelo se detuvo para que el narrador subiera y lo
condujo fuera de los muros de la cárcel”
Mientras el narrador contaba,
se alejaba libre sobre la punta de la estrella.
Todos comprobaron que la
imaginación es tan poderosa que predice el futuro, y si es necesario, lo
moldea.
Francisco Garzón Céspedes
escritor, narrador oral escénico
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